La heráldica estudia los blasones o escudos de los apellidos. Para conocer si un apellido procede de La Vera o de otro lugar y así poder determinar el escudo que le corresponde, hay que investigar en la genealogía para descubrir las generaciones lo más antiguas posibles que permitan orientar sobre el origen de ese apellido (es decir, descubrir la línea agnaticia -padre de padre-). Por esa razón, genealogía y heráldica están bastante unidas si se desea conseguir el escudo del apellido solicitado.

A continuación, una breve historia del Apellido.

El apellido tiene su origen etimológico en la palabra “appellativus”. El apellido, como nombre de familia, comenzó a hacerse extensivo con los romanos, quienes quizás lo adoptaron del antiguo pueblo etrusco. El concepto de herencia de un apellido también se inició con los romanos. Las mujeres sólo llevaban un nombre, ya que estaban destinadas al matrimonio y se segregaban de su familia para pasar a identificarse con la familia de su esposo. Esta costumbre se prolongó a lo largo de los siglos y todavía quedan reminiscencias en el siglo XVII en La Vera.

El fin del Imperio de Roma con la invasión de los pueblos bárbaros del norte de Europa terminó con los apellidos romanos; de hecho, los visigodos no conocieron los nombres de familia y así se continuó perpetuando después con los mozárabes.

El apellido en la Península Ibérica resurge como patronímico: nació en los tiempos en que los odios y pretensiones, siendo hereditarios, el espíritu de partido convertía a los nombres de familia en enseñas bajo las que combatían todos aquellos que unían e identificaban simpatías, resentimientos y esperanzas. El apellido patronímico se formó aplicando al hijo el nombre del padre modificado por un prefijo, sufijo o una declinación.

En el Imperio Romano, el genitivo expresa la propiedad o la descendencia, de tal manera que muchas veces se sustituía la palabra “filius” (hijo) por la declinación “-ius” (por ejemplo, Flavius de Flavus). El latín vulgar que dio lugar a las lenguas romances modernas como el castellano, mantuvo este genitivo pero lo hizo de forma ruda y tosca, utilizándola de forma arbitraria y añadiendo o quitando letras (por ejemplo, de Ferrandus, Ferrandizi).

Entrada la Edad Media, las vocales finales comienzan a desaparecer y en la propia evolución del castellano, el sufijo “-ez” comenzó a imponerse por encima de los demás (siglo XII), en detrimento de “-iz”, “-ozi”, “-ati”, “-et” y “-is”, entre otros. Por otra parte, los nombres propios quedaron sincopados a monosílabos (Rodericus a Roy y de ahí el apellido Ruiz; Pelay a Pay y de ahí a Páez).

También hacia el siglo XII, la existencia de poblaciones estables provocó que los apellidos patronímicos dedicados a la distinción de familias resultaran insuficientes por la repetición de éstos en el mismo espacio de tiempo y lugar. Así que a las personas se las añadió un sobrenombre que hacía referencia a un apodo, mote, defecto, dolencia, cualidad, virtud, costumbre, parentesco, estado, condición, cargo, oficio o incluso delito.

En los casos en los que no había seña personal ni circunstancia particular, se utilizaba como sobrenombre la procedencia, es decir, el lugar donde había nacido, se había criado o incluso la situación relativa de su vivienda en ese lugar. Esta costumbre estaba plenamente extendida en el siglo XIII y llegó a sustituir a los apellidos patronímicos en los siglos siguientes. El uso de dos apellidos comenzó más tarde, iniciándose tímidamente en el siglo XVI.

Escudo heráldico del apellido CANCHO